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Antonio García, Primer Comandante del ELN

Vivimos tiempos donde la verdad se desvanece tras los
algoritmos y consignas repetidas hasta el cansancio. En
Colombia, como en otros rincones del mundo, observamos
cómo la posverdad se convierte en un instrumento de
dominación política.

Através de plataformas digitales y para el
aprovechamiento de las empresas de comunicación,
se tejen narrativas que alteran nuestra percepción
colectiva.
El actual gobierno colombiano utiliza estas herramientas
para construir realidades ficticias que justifican su agenda,
silenciando conflictos estructurales y legitimando la misma
doctrina militar del pasado.

Ya Estados Unidos y sus aliados regionales han perfeccionado
el arte de la manipulación mediática. En algún momento lo
vimos, leímos o escuchamos las narrativas sobre «dictadores
represivos» en las democracias populares del continente.
Son guiones diseñados para justificar intervenciones.

En Colombia, este libreto se replica con precisión. El
presidente actual, por ejemplo, distorsiona la realidad
del Estado de Excepción en el Catatumbo, atribuyendo
la violencia únicamente al ELN, mientras ignora el
paramilitarismo enquistado. Las Caravanas Humanitarias
de 2024 documentaron esta omisión deliberada, exponiendo
las crisis humanitarias y la connivencia de las fuerzas
estatales con estas estructuras armadas y que el gobierno
pretende negar.

La posverdad aquí no es un error, sino una estrategia.
Como señaló Goebbels, la repetición convierte mentiras
en verdades incuestionables. Las redes sociales, con su
inmediatez y fragmentación, amplifican este fenómeno.
¿Acaso no nos recuerda esto la histeria colectiva que desató
«La Guerra de los Mundos» de Orson Welles? En esa historia
narrada por la radio en octubre de 1938, los extraterrestres
aterrizaron en la Tierra para atacar a los humanos. Durante la
investigación, Welles dijo: «Sólo podemos suponer». La radio,
como hoy las redes, demostró que la descontextualización
genera pánico y adhesión ciega.

En este teatro de la posverdad, las palabras pierden su
significado. Hablamos de «paz» mientras se militarizan los
territorios; se invoca el «orden» para justificar doctrinas
represivas importadas de agencias estadounidenses. El
gobierno colombiano, como lacayo de estos intereses, abraza
un militarismo que no resuelve las causas profundas de
la violencia: el despojo de tierras, la pobreza histórica, la
ausencia estatal. En su lugar, despliega una batería mediática
donde los problemas se reducen a supuestos enemigos
«externos» y soluciones bélicas.

La posverdad no solo distorsiona hechos, sino que erosiona
la capacidad crítica. En Colombia, donde el paramilitarismo
sigue escribiendo su historia con sangre, caer en el embudo
de los influenciadores es un lujo que no podemos permitirnos
en el movimiento popular. Como bien advirtió Welles, la
fragmentación mediática nos vuelve vulnerables. Por eso,
hoy más que nunca, reivindicar la memoria, la verdad y la
integridad del lenguaje es un acto de supervivencia.

Es necesario pensar lo que sucederá cuando al final se
imponga la verdad. ¿Las víctimas de las mentiras dónde
quedarán?, y con los mentirosos ¿Qué?