
Claudia Torres
Colombia ha emergido como uno de los principales
exportadores de mercenarios. Exmilitares y expolicías
fogueados en el conflicto interno, emigran atraídos por
promesas de altos salarios y mejores condiciones de vida;
pero, allá los esperan engaños, precariedad y la muerte
La participación de colombianos en conflictos
internacionales, ha sido notoria en casos como el
asesinato del presidente haitiano Jovenel Moïse
en 2021, donde 26 de los 28 involucrados eran
colombianos, la mayoría exmilitares. Más recientemente,
en Michoacán, México, una operación de la Marina resultó
en la muerte de 12 integrantes del Cártel Jalisco Nueva
Generación, entre los cuales se encontraban exmilitares
colombianos, capturados tras una emboscada con explosivos,
que dejó ocho soldados mexicanos muertos.
Este panorama nos permite evidenciar que hay una
sistemática conversión de la fuerza militar colombiana
en una fuerza bélica transnacional. Esta estrategia, lejos
de ser casual o marginal, responde a una lógica imperial:
subcontratar los costos humanos de la guerra en los cuerpos
de los pobres. Así, Colombia se convierte en proveedor de
‘carne de cañón’, mientras las potencias hegemónicas, como
Estados Unidos y los países aliados de la OTAN, capitalizan
los beneficios económicos y políticos de los conflictos.
Los mercenarios colombianos son, en su mayoría, hombres
provenientes de sectores empobrecidos, muchas veces
racializados, que ingresaron a las Fuerzas Armadas por
falta de oportunidades. Son entrenados bajo la Doctrina
de Seguridad Nacional, que justifica la persecución y el
exterminio del Enemigo Interno, que luego son reciclados
como ‘soldados de la fortuna’ o ‘perros de la guerra’, en
teatros bélicos donde las potencias no quieren arriesgar a
sus propios soldados. El resultado es una tragedia humana
y un infortunio nacional: jóvenes que vuelven en ataúdes o
simplemente desaparecen, sin reconocimiento ni reparación.
Esta externalización del conflicto también funciona como
válvula de escape ante una economía nacional incapaz de
garantizar empleo digno. La guerra, entonces, se convierte
en una oportunidad de “trabajo” y el combatiente en una
mercancía. Colombia no solo exporta café y carbón: también
exporta soldados, sangre y muerte.
Ante esta realidad, el pueblo colombiano debe alzar la voz.
No podemos seguir siendo el Patio Trasero de las potencias,
ni permitir que nuestros hijos sean utilizados como
instrumentos en guerras ajenas. Hay que denunciar estas
prácticas y exigir responsabilidades al Estado y construir
alternativas reales para la juventud y los sectores populares.
Porque no es solo una cuestión de dignidad nacional, sino de
humanidad.
Rechazar la figura del mercenario es un acto de soberanía y
conciencia de clase. Es tiempo de transformar la formación
militar en Colombia, acabar con la doctrina de guerra
perpetua y crear condiciones sociales, que no empujen a
nuestros jóvenes a convertirse en instrumentos de muerte.
Hoy más que nunca, tenemos la responsabilidad de romper
con esta maquinaria imperial de la guerra y levantar un
horizonte de vida digna y paz con justicia social, cuenten
con el ELN para esta trascendental tarea.