Antonio García, Primer Comandante del ELN
El reciente informe del Comité de Expertos Independientes
del G20 sobre Desigualdad Global, presidido por Joseph
E. Stiglitz (2025), ofrece un diagnóstico preciso sobre la
profundización de las brechas económicas, sociales y políticas
a escala mundial.
Su lectura resulta especialmente significativa para
América Latina, donde la desigualdad no solo es
profunda, sino históricamente construida a partir
de estructuras coloniales, sistemas oligárquicos
persistentes y un lugar subordinado dentro de la economía
internacional.
El informe ratifica que la desigualdad actual no es casualidad
ni fatalidad, sino el resultado de decisiones políticas,
arquitecturas institucionales y modelos económicos
prefabricados y que privilegian la concentración del capital.
En la región, el 10 por ciento más rico concentra entre el 40
por ciento y el 60 por ciento de la riqueza, mientras amplias
mayorías viven en condiciones de pobreza o precarización
laboral. Esta brecha no se explica por una supuesta
ineficiencia económica latinoamericana, sino por un patrón
histórico de acumulación que favorece a élites rentistas,
a la financiarización de la economía y al debilitamiento
sistemático de los bienes públicos.
Ya Oxfam (Comité de Oxford para aliviar la hambruna) ha
emitido informes altamente preocupantes en este mismo
sentido. La desigualdad en riqueza, supera con creces la
desigualdad en ingresos, lo que demuestra que los privilegios
no solo se acumulan, sino que se heredan.
Nacer pobre o rico determina, en gran medida, el destino de
millones de personas. Esto se vincula directamente con la
historia de la región, la concentración de tierras durante
la colonia y la república temprana cimentó un orden social
rígido, donde el acceso a la propiedad, la educación y las
posiciones de poder estuvo limitado a minorías privilegiadas.

En este contexto, las políticas neoliberales aplicadas desde
los años ochenta profundizaron las brechas existentes. La
privatización de servicios esenciales, la flexibilización
laboral y la reducción del rol del Estado, generaron
economías más vulnerables a crisis externas, dependientes
tecnológicamente y articuladas a cadenas globales de valor
que extraen riqueza sin redistribuirla.
La consecuencia es una región donde la desigualdad se
expresa territorialmente: barrios segregados, territorios
devastados por el extractivismo, la violencia y el despojo,
sistemas tributarios regresivos y Estados capturados por
élites económicas, corporaciones y, más recientemente,
redes criminales.
La arquitectura del sistema internacional perpetúa estas
desigualdades, así, el FMI y el Banco Mundial responden a
los intereses de las potencias, dejando de lado las demandas
del Sur Global. Los países más afectados por la desigualdad
son, paradójicamente, los que tienen menos incidencia en las
decisiones globales, que determinan su futuro económico.
Frente a ello, América Latina no parte de cero, cuenta con
alternativas concretas y probadas, como las economías
solidarias y cooperativas, las experiencias agroecológicas, los
sistemas comunitarios de cuidado y las luchas territoriales,
que muestran otras formas posibles de organizar la vida
colectiva.
Si esta desigualdad, tan profunda como inmoral, fue
construida por decisiones humanas, también puede ser
transformada por decisiones colectivas, organizadas y
populares.
El desafío consiste en fortalecer proyectos emancipadores,
robustecer las capacidades democráticas y abrir caminos
hacia sociedades más justas, participativas y en diálogo
respetuoso con la Madre Tierra.
