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Antonio García, Primer Comandante del ELN

Las grandes potencias plantean el capitalismo verde como
una opción para lograr la salvación, sin embargo, no plantean
medidas claras para mitigar el impacto medioambiental que
ocasiona el capitalismo y mucho menos plantea un cambio
profundo en nuestra relación con la naturaleza y entre nosotros
mismos.

La meta de financiación climática Norte-Sur de
100.000 millones de dólares anuales, establecida en
2009, se ha quedado dramáticamente corta frente a
las necesidades actuales. Los expertos de la ONU son
categóricos al decir que esta cifra necesita multiplicarse
por diez entre 2030 y 2050 para enfrentar eficazmente el
calentamiento global, especialmente cuando los indicadores
sugieren que no se alcanzará el objetivo de limitar el aumento
de la temperatura media a 1,5°C.

Una paradoja fundamental que emerge en el centro del
debate sobre la financiación climática es la propuesta de
una «solución verde» que preserva intactas las estructuras
que profundizan la crisis.

La retórica diplomática de «avanzar en la gobernanza
climática mundial» choca frontalmente con una realidad
donde el 80% del consumo energético global, según la Agencia
Internacional de Energía (AIE), sigue dependiendo de
combustibles fósiles. Esta dependencia no es casual: refleja
la resistencia del sistema económico dominante a cualquier
transformación que amenace sus fundamentos. Sin embargo,
un puñado de países occidentales manifiestan una creciente
frustración por la falta de apoyo financiero para la des
carbonización, transición energética y, por lo tanto, para el
desarrollo de mega proyectos eólicos y fotovoltaicos.

Esta versión verde del capitalismo, que se presenta como el
enfoque hegemónico de transición, no contempla ninguna
transformación estructural, por el contrario, la acumulación
de capital persiste como principio civilizatorio, los mercados
globales continúan siendo –ahora digitales- el espacio
preferente de acción, y así las empresas transnacionales
mantienen su protagonismo.

El caso de Brasil ilustra dramáticamente esta contradicción.
Mientras promete reducir sus emisiones entre un 59%
y un 67% para 2035 -meta considerada «insuficiente» por
los ecologistas-, su modelo económico sigue privilegiando
una agroindustria que representa el 74% de sus emisiones
totales. Los 53,620 incendios registrados en 2024, un 80%
más que en 2023, son el resultado directo de un sistema que
prioriza la expansión del capital sobre la preservación de la
vida.

La situación no es mejor en Colombia, donde más de la mitad
del territorio nacional está bajo alerta por altas temperaturas,
con 478 incendios forestales registrados y un aumento del
40% en la deforestación durante los primeros meses de 2024
comparado con el año anterior. Las actuales inundaciones
en el Chocó y otras regiones son un recordatorio brutal de
las afecciones concretas que padecen los pueblos.

La frustración reciente de la COP16 en Cali, donde Antonio
Guterres instó a las delegaciones a «hacer las paces con la
naturaleza», solo para ver el encuentro concluir sin alcanzar
las metas de financiación esperadas.

Mientras las burocracias internacionales y las ONG manejan
enormes sumas de dinero ¿puede un sistema basado en
la acumulación creciente del capital resolver una crisis
generada precisamente por esa misma lógica de acumulación?
La sabiduría ancestral de nuestras comunidades, largamente
marginada del debate oficial, sugiere alternativas que van
más allá del paradigma del crecimiento perpetuo.

En los rincones de Nuestra América, donde el cambio
climático ya hace territorios inhabitables, la crisis no es
solo ambiental, sino políticamente depredadora.

Mientras el capitalismo verde promete salvarnos con más
de lo mismo -más mercados, más acumulación, más mega
proyectos-, las comunidades afectadas por la crisis climática
señalan la necesidad de un cambio más profundo en nuestra
relación con la naturaleza y entre nosotros mismos.

La cuestión no es cuánto dinero necesitamos para enfrentar
la crisis climática, sino si podemos permitirnos seguir
ignorando la necesidad de una transformación sistémica
que vaya más allá de las simples palabras que se dicen en
tantos eventos.